Era de Jaén, nacido en La Magdalena, aunque sus padres (según cuentan) eran de Torredonjimeno. Se llamaba Octavio Ortega Jurado.
Todas las mañanas, parada obligada además de la sillería de José Ferrer, visitaba el bar Tapi, donde se tomaba su café doble y su copita de coñac con las doscientas pesetas que le daba “su señorita” (señora de la funeraria de Benigno Gómez). Tras la barra, Paco escuchaba el relato de las multas que había puesto el día anterior: “Cincuenta mil millones de duros dobles”, y Octavio apostillaba: “y al no poder esa cantidad que los fusilen”.
No hacia daño a nadie, bueno a casi nadie, porque un buen día le dio un garrotazo a Rincón, que vendía prensa en el Garage España y le abrió la cabeza.
Historias sobre él hay muchas, como la vez que le entregó el ramo de flores a la Reina Sofía cuando estuvo en Jaén, o cuando contaba que era dueño de la Casa del Reloj (Patronato de Apuestas).
Sí, historias muchas. Hasta que un día recibió la visita esperada de la muerte, pues ya tenía ochenta y ocho años. Ya no aparecía Octavio por la esquina de la Carrera, ya no se podrían oír más silbidos, ya no se oiría su mote por las calles de Jaén (o tal vez sí…). Ya no se diría más: “¡Piturda, Borrega, que tienes un hijo sin orejas!”. Piturda murió en el 90, solo y en la pobreza.
Y… ¿quién se acuerda ahora de Octavio?